Color, color

Hace un tiempo organicé una fiesta para algunos amigos en casa. Era la primera vez que lo hacía en mi nuevo domicilio. He cambiado a una casa más grande. Y más grande significa más espacio pero también más gasto a la hora de decorar. Por eso, al menos en un principio, pensé que lo mejor era tomármelo con calma. Pero cuando escuché una conversación de un par de amigas sobre la decoración de mi casa me he visto obligado a tomar cartas en el asunto, empezando por una maravillosa cortinas de lamas.

Ellas estaban en el pasillo y no me vieron: yo agucé el oído porque tenía la sensación de que estaban criticando algo y todo lo que sean cotilleos me interesan: cuál fue mi sorpresa cuando escuché que la diana de esos dardos venenosos era mi casa: “Qué rancio, parece la casa de un solterón, te has fijado en las cortinas, parecen rescatadas del basurero”.

Diréis que menudas amigas que tengo… Bueno, yo también he sido un poco malévolo en otras ocasiones con las casas de los demás, así que quizás me lo merezca. Me retiré del pasillo de forma sigilosa, no quería que vieran mi cara de apuro cuando me estaban despellejando, pero tomé buena nota. Las cosas como son: tenían algo de razón, mi casa es rancia.

A la semana siguiente contacté con un amigo interiorista y le pedí que viniera para darme un par de consejos. Lo primero que hizo al llegar fue decir dos veces la misma palabra: “color, color”. La verdad es que no dijo mucho más, es un personaje de pocas palabras y además creo que a la tercera palabra ya te pasa una factura, pero me sirvió.

Para el salón me he desecho de las cortinas de la abuela y he puesto unas cortinas de lamas de colores. La combinación de colores la podía elegir yo mismo y he apostado por una gradación de verdes, amarillos y blancos que queda preciosa y hace juego con los complementos, como los cojines y las cajas de los armarios.

Todavía estoy trabajando en el resto de la casa, pero pongo a Dios por testigo que nunca más seré acusado de rancio.